"el día siguiente de la muerte de mefistofeles el pueblo de asturias se percató de su desamparado futuro y su impresindible presente"



sábado, 27 de noviembre de 2010

La procesión de Caín


Desde mi ventana se acerca

El cielo escarchado que fluye desde el atalaya

Con un hormigueo atroz que se desliza mojado

–La procesión de Caín–

No me digas que no lo vez


Las crestas se prenden en la oscuridad

Y hasta los corazones más militares laten

Se crea una fauna de sellos divinos

Residuos de militantes, empresarios, prostitutas

Se rezagan por la bocacalle estelar


Sacuden las vigas de mi balcón

Hacen añicos los vidrios frontales

Caín los recibe agitando los brazos en lejanía

Mostrando la cresta fosforescente y excitada

Con su porte de personaje bíblico


Fuimos invitados todos, sabiendo

Los tambores y las luces son sierpes

Mi madre no se cuidó de ellas en el Edén

De pronto, el cielo ya no es amor

Todo es sensualmente rojo aquí desde entonces.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Aunque


Vamos

Y no le demos al final,

Tanta importancia

Al otro lado del hemisferio

Abdul piensa estos versos

En este preciso instante

Y muere.


La alcabala en esos lugares

Suele rebotar

Hacia los menos indicados

Dice mientras cae.


Aunque


A la descendencia del pequeño Abdul

No se le cobrará tributo al nacer,

Alego desde mi hemisferio,

Luego de sustraer su alma

Alguien solloza escondido


Un cenicero se enciende

Dos mil quinientos kilos de ceniza

Vuelan

Sobre

Mi nariz

Se quiebra una voz desde el fondo

– Alguien solloza escondido–

Gime

Ahorcado

Por amor

La nicotina se sumerge

En pequeñas nubes moradas

Tiempos

Austeros

De arcoíris juvenil

Mientras, luces tenues de nostalgia

Sobrevuelan

Mi cuerpo borrachoo.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

La joyita

para Andrea, la joyita que sí llegué a conocer

El roce de la loza con las descolgadas llantas de la joyita en la avenida nuevaventura formaba chispas multicolores, que con la carrera a todo dar del mítico carro se iban dejando sin cuidado en cada paradero. El día estaba hermoso para salir de la casa y presenciar el acontecimiento que era sacar a la joyita a un par de carreras por la ciudad. Tenía que lucirse, nadie sabría hasta cuando estaría este veterano del transporte interurbano; además se había rumoreado que en el terminal querían librarse de ese carro, que no valía la pena mantener una carcocha así, qué la empresa no puede tener gastos innecesarios, que ahora los carros vienen con bla bla bla, ¡apuesto mi salario de dos meses, que ninguno de esos autos nuevos sacan chispas, ni corren como la joyita! Por suerte, solo lo pensé. Seguramente si mi jefe me hubiese escuchado no hubiese dudado en recoger el premio de la apuesta, decomisar mi herramienta de trabajo por un tiempo y reírse a carcajadas con los chicos. Todos en el fondo sabíamos que la joyita, no era el carro de hace 50 años. Todos excepto yo, a veces.

La verdad es que mis vueltas, en comparación con la de los chicos son muy bajas. Ya nadie quiere subirse a esta combi descolorida donde un plástico transparente ha suplantado la luna de la ventana derecha y las bocanadas de humo del tubo de escape (también descoloridas, ni siquiera ploma) escalan por los huecos que tiene la lamina ya nombrada. Pero hoy, la cosa es diferente, el día esta hermoso y he invitado a mi hija en la aventura de acompañarme en un día de trabajo con la joyita. La niña tiene siete años y tiene las agallas de Tom Sawyer, me acaricia el bigote y me pregunta: papá, papá, porque las mujeres no tienen bigote; papá papá, porque se le cae el pelo a los adultos; papá, papá me compras ese chupetín morado con el tatuaje de las chicas súper poderosas. Aprovecho que el carro se detiene en un semáforo rojo y le pido a Román, el cobrador, que compre el chupetín morado con el tatuaje de las chicas súper poderosas. –Recuerda que es edición limitada Román- le grita mientras él emprende el pique hacia el quiosquito. Regresa triunfante, el semáforo da el color verde. Andrea, mi niña, desenvuelve el paquete emocionada, lo saborea, me sonríe y empieza de nuevo: papá, papá quién invento la edición ilimitada.

Una combi de la misma ruta presencia la escena por unas cuadras, y aprovecha para burlarse de nosotros (la joyita y sus tripulantes)- qué sorprendente, amiguito, tu carcochita aún se puede parar sola-. Yo lo ignoro intentando apretar un poco el acelerador.- ¿estás intentando acelerar amiguito? porque parece que estuviesen empujando un carro malogrado-… Todos los del terminal sabíamos que la joyita es muy antigua y que por ende sufre de fallas mecánicas constantes, el mito dice que vino a la terminal en la época de la guerra de Vietnam, era un carro poderosísimo que fue fundamental para la empresa de transporte, avanzaba rapidísimo y era moderno, era una figura en toda la ciudad. En esas épocas nadie se atrevería a burlarse de ella… Ellos siguen riéndose de sus estupideces, yo respiro hondo y mi niña me mira, repleta hasta el ombligo de basurita de golosinas. Un hombre tiene que solucionar los líos como mujer cuando su hija lo está mirando, pienso y me esfuerzo en seguir avanzando mirando solo la ruta hacia el frente. No duro más de media cuadra, no soy mujer.

Ojeo por el espejo retrovisor los asientos del bus, está casi vacío. Luego miro a Andrea saboreando su quinto chupetín, y le pregunto. Quieres ver algo divertido. Ella suspira emocionada, frunce el ceño, con su mano izquierda aprieta su cinturón y con la derecha hace el ademán de saludar a un general del ejército y dice: por su puesto, mi capitán. Román la escucha, sigue el juego y me grita más fuerte, enséñele a esos, capitán. El día está hermoso para hacer tragar sus palabras a una combi de mocosos estúpidos, la avenida nuevaventura presenciaría el poderío del mítico bus, algo devaluado para muchos… ¡Apostaría mi futura pensión de jubilado que todos terminarían tragándose sus palabras! Claro, si estuviese mi jefe ahí para contravenirme con una apuesta jugosa.

Cuando los dos autobuses estamos al ras de la vereda emparejados, miro fijamente la cara de los mocosos estúpidos.

- Oigan nenitos, juegan a las carreritas. ¿O se mean?- provoco, mientras Andrea grita “uhuhuhuh” desde su asiento de copiloto mientras se para y les saca la lengua.

-Perdona viejo, pero tu carro solo puede avanzar empujado, por si no te has percatado.

- Uyuyuy me parece o están buscando escusas. La joyita destroza a cualquiera que se interponga. Es el rey del camino- digo con algo de orgullo y sensatez. ¡Meones! grita Andrea (está más exaltada por el rechazo que yo).

-No digas que no te lo advertimos viejito- el bus enemigo se prepara para acelerar en la última recta de la avenida nuevaventura.

La única pasajera que teníamos, se abalanzó sobre Román para quejarse, pidiendo que le devuelvan el sol que pagó. Él no dudo en devolverse, tener a mujer gritona en la parte trasera del carro desconcentrando lo que podría ser una de las últimas batallas de la mítica joyita, era un acontecimiento que nadie más que los tres personajes que ahora están en el susodicho carro podrían entender y apreciar. La mujer salió corriendo y se cerró la puerta con seguro.

Acto seguido, la joyita empezó a correr a todo dar; el bus enemigo sorprendido y algo lento lo correteo por el carril izquierdo tocando su claxon. Román, sacaba la mitad de su cuerpo para insultarlos, esos 4 segundos de viveza hacía que les llevemos una ventaja considerable, estábamos ganando. Yo inclino todo el peso de mi cuerpo contra el acelerador, mi bigote se sondea con el aire que corre por la ventana abierta. Escucho a lo lejos un estribillo que comienza con un “papá, papá” mis ojos solo pueden ver la ruta, la última recta. Ya ni siquiera veo por el retrovisor el bus de los mocosos estúpidos. ¿Los perdimos Román?, Sí mi capitán han comido el polvo. Las chispas que sacaba en la pista en verdad era un espectáculo para nosotros. Poco a poco enderezo mi espalda, y el viento ya no golpea tan fuerte mi bigote, disminuyo la velocidad ¿en verdad les ganamos? Los hicimos trocitos capitán me repite Román emocionado. De repente, ya menos exaltado y emocionado, pero aun algo incrédulo, mi niña me jala la manga de la camisa con el rostro como si hubiese hecho alg

o malo y termina su estribillo de “papá, papá” señalando una camioneta de la policía con su sirena paralizante que al parecer está intentando alcanzar a la joyita para estacionarlo y con eso, acabar el final heroico de un veterano del transporte interurbano.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Sueño

Alicia se recuesta en el sofá. Busca un refugio al trajín diario de vivir en la ciudad capitalina. Se rasca la nariz, se frota las yemas y cierra los ojos. Ahí, sueña que acomoda su almohada. Que cierra la boca para dejar de roncar, pero no puede, ya está dormida. De pronto, un hilo transparente empieza a descoserse de su dentadura, por donde se filtra ligera una nueva Alicia desde su boca abierta. Un nuevo personaje humeante y pálido se sobrepone por encima del sofá. Se eleva pausada traspasando el techo de la casa, alejándose progresivamente sin que medie ningún control alguno de sí misma. Flota por el cielo. Flota por el continente. Flota por toda la galaxia. Los astros transitan secuencialmente a la altura de sus manos como en un banquete infinito de planetas, meteoros y satélites. Ella franquea por constelaciones que nunca nadie se había imaginado, viendo todo el universo a una progresión minimalista, como si frente a su nariz, un carnaval de escarcha, visto desde el cielo, se sobrepusiese al vacío ancho y azabache. Hasta que se recrea un silencio salvaje que detiene la marcha de golpe. Alicia deja de alejarse. Entonces, una sensación de desconformismo curioso la invade, y piensa “¿Dios habrá estado aquí alguna vez? No hay nada más”. Nadie la refuta en la frívola bastedad del universo ficcional que tiene enfrente, ahora, estático como una maqueta o una hoja de libro infantil a relieve. Para reforzar su conjetura, y sin ningún criterio especial de delimitación, decide estirar sus manos hacia las dos esquinas izquierdas del universo. Cepilla sus yemas, y con un movimiento agresivo dobla el encuadre hasta crear un cuadernillo plano, el cual tiene la cara frontal totalmente blanca (como la parte inferior del universo) y el resto de hojas con un fondo estrellado oscuro. “ves que soy por lo menos Dios” se ríe Alicia para sí misma. Pareciese que se lo está diciendo al universo vuelto papel (o en todo caso a los habitantes del universo). Es sólo un papel sencillo y corto, con millones de paisajes estelares casi imperceptibles, víctima de la vanidad infantil del personaje. Ahora, por ejemplo, ha cogido un lapicero negro, y en la caratula que se acaba de crear como contratapa empieza a garabatear líneas. Escribir un cuento. Una historia de ficción a la inversa del universo. Traza cada letra con mucha seguridad, olvidando que en algún momento el bullicio de su madre al bañarse, un timbre incesante, o los mismos rayos de alborada que se filtran por la ventana hasta el sofá, descuartizarán cada línea escrita.

Empanadamágica

Una Elamnta con el alma enmohecida por el exgothismo y las esteriotepas pegadas al esternón, está encizañada en no dejar comer empanadas en hora de tramasjo a mis sirvientas. Ellas son asturianas de nacimiento, igual que yo (a diferencia de ella), y nos comportamos muy bien, además que su tramasio es cien por ciento perlijo (a diferencia también). Pero la Elamnta no aprecia la felicidad ajena. Es más, la envidia.

Yo era el dueño de todo este ercuadrado predial. Estifaba empanadas con toda mi familia, que al olerlas escurrían la lengua extasiados. Hasta las sirvientas expallaban por los pasillos eclanando, agitando los brazos “en Asturias se estifan las mejores empanadas. Asturias. Asturias. Asturias. El reino de la empanada expulenta” cual cántico guerrillero. Se embutían millones de kilos de empanadas de distintas especias todos los días y a cualquier hora; al esagujar las botas cobrizas para caminar, luego del exso diligente con la Elamnta, alcaer estruputosariamente ebrio por las escalonatas. Las empanadas llovían radiantes entre todas las personas que vivían conmigo.

Ahora en cambio, la Elamnta ha silenciado los cánticos guerrilleros y el olor eclasional de la remolacha con cebolla recién sacada del horno. Pero mis familiares y empleadas, muy hambrientos (llegando al punto de atripadez) me aconsejan preparar a escondidas por la noche estronesísimas empanadas, toda una legión romana emvestidas de lanzas, escudos y espadas que canten a todo pulmón por la abertura donde se riega el limón (esa que se abre cuando quieren hablar) “en Asturias se come a la Elamnta. Asturias. Asturias. Asturias. El reino de la armonía invencible

Luego, acudir en marcha a su dormitorio de noche y abrir la funda de su almohadón para insertar a los guerrilleros con sigilo, como encasillando todo su coruplecia en una maza abierta que prepara comerla, y por más que grite o llore o faniqueé, se selle furóz, mientras duerme, a través de los años una delgada línea de harina que la rezaga al olvido, a manera de lámpara mágica, o mejor aún, una empanadamágica con una gran porción de remolacha escaculenta, pero perfectamente cerrada.

sábado, 16 de octubre de 2010

Los cadillacs llegan a asturias

Los carros recuestan su barbilla sobre la vereda. Casi atropellan unos cuantos asturianos en el camino, pero se les perdona. Porque detrás de esas maquinas fulminantes foráneas, aún descienden pequeños seres humeantes y coloridos.

(Además, se sabe que los asturianos no pueden morir atropellados. Cuando cruzan la pista y ven que un carro rosado está por cercenarles la mitad de la pierna, los pueblerinos automáticamente lo evaden como bailando. Alegres y extasiados. Con mucha destreza).

Aquí ya nos acostumbramos a los cadillacs, son como asturianos panzones y cuadrados que corren por todas las calles y cuando se cansan, se tienden a tomar el sol; luego las montan unas pequeñas niñas enérgicas, prende el motor y siguen juntas por la ruta, enamorando a todos con sus derrapes.

Mira ese cadillac rosado que acaba de estacionarse enfrente del parque de diversiones. Mira esa linda niña de ojos morados que se acerca a nosotros. “Que si queremos comprarte un carro. Claro que tenemos dinero. Cuantos. Uno, dos, tres cuantos quieras. No, no hay ningún problema. Aquí hay más espacio que en la ciudad de todos modos. Si, ya te dije que si tengo dinero…”

Come decía, aquí en asturias, los carros recuestan su mentón en la vereda (no se estacionan); nadie muere atropellado (se esquivan bailando); y todos tienen dinero para despilfarrar (todos estamos enamorados de algún ser humeante y colorido que nos engatusa distraídos).

Oculta

Una loca vive aquí
(En mi ropero)
Se viste de jinete acéfala con espada y capa morada
Mata un mosquito
Quema mis chompas
“morirás mañana” me dice

¡Qué escrutinio resulta!

Mi casa gélida
Muerta
Se va alejando por el pasto lentamente
Una hoguera arde
La elección se realiza

(Es la madrugada de mañana)
Por debajo de mi lecho
Tantean una cabeza perdida
-La loca desapareció
no insistan-
Me obliga a decir.

viernes, 1 de octubre de 2010

Lectura básica del ajedrez de Borges

Son las doce con treinta minutos en el viejo reloj del joven Don Vittorio y las fichas blancas dan el primer movimiento de la noche. Las manos del aprendiz de ajedrez sufren un repentino ataque de sudor, pero con gran habilidad y rapidez coge el pañuelo que guarda en la parte frontal de su terno y limpia su frente; no le tocará mover ninguna ficha negra por ahora. Mientras, está parado escuchando el roce de la infantería con el mármol de las mesas parchadas en blanco y negro mientras el pasadizo se tiñe lentamente de un sonido oblicuo que a la larga terminará por enloquecer a nuestro joven personaje, pero no nos adelantemos. Él solo puede percibir que no le tocará mover ninguna ficha por ahora.

El reloj del joven Don Vittorio le muestra un minutero que al parecer pasará una eternidad más de golpecitos en el mármol antes que salga de la ronda de las doce y treinta. “estamos estancados”, le dice al pequeño aparato con algo de tristeza. Luego, levanta la mirada para mirar el pasadizo de mesitas. No es el único espectador; hay un viejo adormilado con un libro en su mano recostado en un poyo sólo a un par de metros de él; un vagabundo barbón echado cruzando, que solo se hace presente para pedir dinero cuando pasa alguien; y tampoco olvidemos a la señora del ceño fruncido que reparte (mejor dicho, alquila) las fichas que se usan para las partidas de ajedrez en ese lugar. “No soy el único espectador” se repite a sí mismo en voz baja, orgulloso. En ese mismísimo momento, el viejo del poyo se levanta, y tras un proceso corto de estiramiento de brazos, se para al costado de Vittorio para observar las contiendas de la docena de personas que se aglutinaban. Mientras, sus ojos se resbalan por debajo de su hombro, sutilmente, mirándolo como tanteando ser percibido de casualidad.

Don Vittorio es muy joven, y no sabe comportarse con la cortesía protocolar que, por ejemplo, ahora está obligado a demostrar. Así que se limitará a ignorarlo con un plus de exageración torpe, típica de la gente desesperada. Gente a la que se le para el corazón por los hecho más nimios que se les presentan y no tienen la madurez ni capacidad discrecional parar inmutarse, o (como es en este caso) responder con sensatez. El joven enternado procurará moverse en lo más mínimo, pero comienza a sudar mucho y con movimientos silenciosos y acrobáticos tiene la necesidad de usar nuevamente su pañuelo, con delicadeza, sin que el viejo parado a medio metro suyo se percate. Yo los veo ahí. Él, muriéndose de miedo, tan chistoso con un reloj que por alguna extraña razón demora una eternidad de minutos cada minuto, con un pañuelo engrasado de tanto raspar su frente y un terno que le queda gigante, creyendo que nadie se percata de su presencia y de sus intenciones; mientras que el viejo frota su boca con la mano derecha para ocultar su risa silenciosa, y hasta ahora anónima.

A través de los pasillos, de las mesas, de sus manos yo los veo a todos preparando campañas militares afilando pedacitos de plástico con los dientes, encogiendo los ojos y mirándose con un odio infinito. Pero no es un juego ni una batalla, es un rito que los consume lentamente. Borges lo dijo. Aún cuando los jugadores se hayan ido no cesará. El pobre de Vittorio ya comenzó a sonreírle al viejo. Y como si estuviesen viendo el universo por una pantalla gigante se divierten silenciosamente mientras repasan las partidas que se juegan en todo el pasadizo. El silencio entonces empieza a sonar como un sonido oblicuo, y los hombres se vuelven más prisioneros con cada segundo que recorren sus respectivos juegos. La noche pasa lenta, y las gotas de sudor se toman un tiempo para escurrirse por los ojos semicerrados de cada jugador.

El viejo, ojeroso aún, se empina exageradamente al costado del joven, y al ritmo del minutero de Don Vittorio comienza a saludarlo: B…u…e…n…a…s… N…o…c…h…e…s… y por más que siente que cada frase suya es cordial y previsiva, percibe como las gotas de sudor de su frente se escurren por sus ojos semicerrados lentamente, y tiembla su cuerpo de miedo. Don Vittorio sentirá que el pañuelo que ha ido refregando sus manos y su frente absorbiendo todo el sudor posible empieza a lamer su pecho traspasando el bolsillo frontal de su terno, y a su vez que a la correa del reloj le crecen un dientecillos que muerden su muñeca con recelo en el preciso momento en el que el viejo (2do, último y misterioso personaje de esta pequeña narración) interrumpe su sonrisa y sus cordiales intervenciones en la escena (perfectamente situadas en el contexto, por cierto) para mirarlo fijamente y ofrecerle una simple partida al joven aprendiz de ajedrez, que ya comienza a oler a podrido.

A esta altura del cuento, el lector se preguntará cómo en un acto continuo, el personaje principal fue víctima no solo de un ataque de sudor exagerado, típico de adolescentes temerarios en circunstancias de peligro, sino que, en el mismo momento, fue mordido por su reloj y lamido por su pañuelo. Y por alguna mescolanza peculiar de su metabolismo con estos tres aspectos circunstanciales, crearon un olor fétido, precisando a podrido. Ante esto se podrán contrarrestar muchas especulaciones posibles para haber llegado hasta ese punto, que resumiéndolas recaerán en la falta de conocimiento y madurez del joven Don Vittorio.

El reloj muerde el hueso que sobresale en la parte exterior de la muñeca de Vittorio, y espera que su dueño lo mire. Esta alertándolo. Está intentando sacudir su brazo, pero los relojes, lamentablemente, nunca se hicieron con una finalidad diferente a la de dar la hora. Y en todo caso, si así lo fuese, nuestro personaje no se creó con una finalidad diferente a la de ser ajeno a las cosas que lo rodean. P…e…l…i…g…r…o… percibe la testaruda cabeza del joven don Vittorio p…e…l...i...g...r…o... Y como un auto reflejo de ingenua furia, estruja su mano izquierda con la tela de su bolsillo hasta dar la sensación que lo ahoga en otro mundo. Otra dimensión tal vez, no olvidemos que este pequeño homicidios se ha realizado sin presencia mía, y por ende pocos detalles se al respecto.

Se repite la pálida invitación del viejo. “¿te gustaría jugar un partido, muchacho?”. El joven Don Vittorio planeará quedarse en silencio, dubitativo, intentar descifrar las alertas que se le han dado a lo largo del relato mientras que transcurre el tiempo callado en el pasadizo. “yo ya tengo fichas, ya todo está en orden” y señala una mesita de mármol, efectivamente con fichas ya ordenadas para convencerlo. De repente, como si una estrella fugaz perforase su cabeza, recordará sus constantemente insultadas menciones a través del cuento. Que en los silencios, se escuchaba una voz pedante y fanfarroneante que habla a través de las paredes del pasadizo burlándose de él y transformando cada una de sus acciones en ingenuos, testarudos o hasta podridos comportamientos de un pelele.

Así, intentando prevenir mis constantes intervenciones, el joven, ingenuo, testarudo, y pestilente Don Vittorio. Ignorando mis alertas, sabiendo por supuesto que yo dirigí, yo hice que tenga un reloj, que sude y que se limpie con su pañuelo, que lo lama por encima de su terno, que lo alerten, que me escuche entre silabas…. Sonrió, y con la mano izquierda enterrada en su bolsillo, estrujó la derecha con firmeza hacia un viejo misterioso en señal de convicción.

—“Con mucho gusto… Don…”
— “B…o…r…g…e…s… Jorge Luis Borges”— se acomodan frente a frente en el coliseo de mármol.
— “Mucho gusto, Don Jorge Luis Borges, yo soy…”— ya no había necesidad. La primera ficha blanca avanza dos casillas al frente hacia una casilla blanca.

Empieza un silencio largo, acompañado del ya conocido sonido oblicuo. Acto seguido, extiendo el brazo tembloroso (con algo de venganza para ser honesto) para coger la cabeza blanca (y ahora enloquecida) del joven don Vittorio y la adelanto dos casillas también, hacia donde la llanura pálida de la hoja inferior y éste muestran un contraste casi imperceptible. Dentro de ella, está tamborileándose levemente la ficha plastificada con el alma de nuestro testarudo personaje, esperando su siguiente movimiento, acechando al enemigo con la furia e ingenuidad que lo caracteriza. Cualquier sujeto diría que no hay nada ahí, que el alma petrificada del joven no se recuesta debajo de esta ficción, que blanco sobre blanco no es nada. Al menos, cualquier sujeto que nunca haya hecho una lectura básica del ajedrez.

lunes, 30 de agosto de 2010

El comediante

Dentro de la multitud aturdida logra estirar su mano el comediante, saludando erguido, pusilánime, atento, regalando globos de colores a los niños que los sueltan para ovacionarlo excitadamente, pero él espera el momento preciso para empezar su espectáculo. Las madres leen el periódico, los viejos toman el lonche y la policía juega al póker. Daría la impresión de que nada pasaría esa tarde de jueves en el parque principal de Asturias. Hasta que los globos de colores se empiezan a derretir arriba, arriba, en la estratosfera, y suena el plof desde la esquina de mi casa. Toda la multitud aturdida se detiene para ver el cielo multicolor que se ha creado por un reflejo extraño del contraste del atardecer asturiano y los globos derretidos que se elevaban al cielo. Yo, cojo mis lentes de leer del escritorio y salgo rápidamente de la casa a ver el espectáculo con mis hijos; el comediante estará en la entrada del parque, seguramente, rotando su mismo sombrero viejo que usa desde el verano pasado, rogando que aún haya dinero para seguir comprando globos, algo preocupado; pero feliz.

viernes, 27 de agosto de 2010

Av.Tú

Segundos corren
La avenida llena
Todos se lanzan sobre ti
Mil automóviles te rodean
Miles de segundos cantan tu canto
Hoy
El sol no se recuesta al sur
Si no, hacia donde tú te inclines
De pronto
Sacas tu rostro por la ventana
Un segundo
En silencio
Asustada, regresas
Y me cierras la nariz de golpe
Salpicas un poco de sangre en mis ojos
Saliva con tabaco
Mil murmullos apagan la luz
Nadie está
Solo muchos segundos
Danzando ebrios
Botando bocanadas de humo sobre mí
En una avenida toda tuya
Y nada mía.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Bicicleta

Amarrada a mi torso
Está
Coqueta y metálica
Elevándose por debajo del arcoíris
Por el metro
La cordillera
Los callejones

Amarrada a mi torso
Aún
Florecen las calles
Sin amargura
Apreciando feliz
Todo verde
Los callejones más pestilentes de Lima.

domingo, 22 de agosto de 2010

Éxodo

Algún día moriré desahuciado
Como los pececitos que chapotean en los charcos
Radiante
Emocionado
Sacristán
Como las ánimas que llegan a parar en un cielo incongruente.

miércoles, 18 de agosto de 2010

latido afluente

Soy un latido
Agudísimo, detrás
Horizontal
Que aparece
Donde cae la lluvia
Y explota contigo

Soy un latido
Tenaz alud
Fugaz
Que vuelca las rendijas
Oxidadas
Destrozadas

Soy un latido
Golpe seco
Canción frustrada
Poco adorable
Gastado
Siempre igual

Soy un latido
Cual copo de nieve
Augusto,
Hirviendo de pasión
Por caer veloz
Por sonar feliz

Soy un latido
Cúmulo de mierda
Cargada por un alma
Tamborileante
Semidesnudo
Chiflado

Soy un latido
De adentro
Silencioso
Sacristán
Que llora desaparecido
Y explota ausente

Soy un latido
Lluvia
Canción
Alma
Casi imperceptibles
Afluentes del cielo

sábado, 31 de julio de 2010

Andrea

En la mañana, mientras Rodolfo tomaba su café con tostadas francesas que le había preparado su amada, cogió el control remoto y marcó un número al azar; “el clima en Asturias muestra un friaje nunca antes visto en la historia con lluvias torrenciales, las ondas electromagnéticas que chocan con los edificios están creando pequeños torbellinos que están rondando por las zonas más transitadas de la ciudad, y ya se han confirmado la muerte de por lo menos doce asturianos por neumonía, blablablá” su amada, atenta, salta por encima de la mesa y patea el televisor hasta apagarlo, justo en el momento donde Rodolfo comenzaba a temblar por mirar a través de la ventana. Ella lo tranquiliza repitiéndole canciones al oído, pidiéndole que cierre los ojos y que la estruje contra su pecho. Lo hace, y las respiraciones se empiezan unificar lentamente. Afuera no paran de sonar estruendos terroríficos, gritos de gente, saqueos, asesinatos, como lluvia que cae sobre la cabeza de todos, lluvia de fuego, de ácido, de lagrimas blablablá, pero en la sala de ese edificio asturiano, las dos personas que vivían ahí, tenían un paraguas especial para el apocalipsis que se avecinaba. Un amor cálido que no aparecía en las noticias, pero se percibía al cerrar los ojos.

miércoles, 28 de julio de 2010

El mar asturiano

Hay gente que ha muerto sin ver el mar, sin saber lo que es chapotear en la orilla y hacer castillos de arena. Arriba, en Asturias por ejemplo, el mar subyace en los techos de calamina de las habitaciones de los pequeñitos y cuando ellos duermen, les salpica gotitas de sal en los pómulos, entonces ellos saltan de sus sueños y corren emocionadísimos a contárselos a sus padres, pero no les creen. Cuando por ejemplo estas cosas pasan, los niños mandan cartas al extranjero, a Curitiba, a Quito, a Guayaquil, a cualquier lugar donde las cosas no estén siempre al revés, y el mar sea conocido por todos. Pero por la misma ley natural de reversibilidad en Asturias, las cartas se remiten a sus propios padres, y no a la de los posibles padres adoptivos del extranjero. Ahí es cuando, totalmente frustrados y con la cabeza debajo, los pequeñines lanzan la afirmación categórica “voy a morir sin ver el mar”, hasta que sin darse cuenta ya tienen la edad de sus padres.

martes, 27 de julio de 2010

El fantasma

Hace unos días lo vi pasar, saltando borracho con un casquete ruso y un abrigo de piel. Aún tenía los ojos vacíos, como si ya no le quedaran lágrimas para brotar en este mundo y de tanto soportar se le habían perforado dos huecos en el rostro, me pidió un cigarro al cruzar por mi banca. Y mientras se lo prendía le dije emocionado y algo confundido “maestro, por qué se fue así”, él se quedó en silencio mirándome encogiendo los ojos desconfiados, desviándose hacia un lado por el vodka, pero saltando en la ruta como antes, avanzando, ahora botando humo por la nariz y refunfuñando al cielo por no brotar más alcohol. Intenté perseguirlo por un momento, pero recordé que el maestro ya se había tirado el balazo hace varios años atrás, y aún no le perdonaba a la vida todos los desplantes que le hizo de joven enamorado. Ahí fue donde vi, que desde el horizonte se veía un ascensor al cielo aún abierto, donde un arcángel esperaba que ingrese el alma del maestro, sólo que él, desconfiado y ebrio, prefería dar vueltas alrededor.

domingo, 4 de julio de 2010

Ciudad de octubres entrantes

Nací en una ciudad donde los sueños se elevan al sol
Entre burbujas y tenedores
Dejándome enredado en una inmensa pompa de jabón
Que los extranjeros suelen llamar; nube gris

Crecí entre los tendones y huesos del rió
En una estirpe, que de tanto ser abatida
Ya nadie responde como suya

Me enamore del mar y de la neblina
De mi bulla estridente y el cuchicheo ínter diario
Yo decidí vivir en esta ciudad de gente desconocida
Surcos dorados y suicidio impertúrbale

Me acostumbre a vivir enamorado de esta ciudad
De octubres entrantes

Arcoíris en Asturias

Un tendedero semidormido se cuelga desde la ventana última del último edificio de Asturias, en el preciso momento en el que la llovizna empieza/ Dicen que dios nos mea encima, no lo sé/ Pero, La ropa se hierve al coro del llanto de las niñas aturdidas que jugaban en el jardín/ La mamá de Abdul que estaba por recoger la ropa refunfuña al vacío cielo asturiano/ Abdul, un visionario pequeñín hijo de una mujer muy querida en el pueblo, baja de su casa, coge de la cintura a una niña al azar y la lleva a los suburbios, a la primera puerta del primer edificio/ Le cuelga un cartel impermeable en el cuello que dice “Bienvenidos al hermosísimo y cálido pueblo de Asturias”/ Dios no puede decirle no a los niños, afirma y va corriendo donde su querida madre para esperar juntos el arcoíris.

martes, 15 de junio de 2010

Hormigitas que iluminan la noche austera


Ya aproximada la noche , me eché en el pasto , al costado de cacas de perro y uno que otro caracol de tierra , a esperar la oscura y apaciguante noche . Busqué estrellas en el firmamento y las comparé con hormigas salpicadas en el asfalto (nunca asegure el no haberlas confundido con aviones, ahora que lo pienso) , luego metí las manos dentro de mis agujereados bolsillos para buscar algo que de antemano sabía que no había : Dinero .

Mi estomago lamentaba el fracasado intento de alquimia . Yo , por otro lado , seguía echado con la cabeza rígida hacia el cielo , como si tuviese fe que en cualquier momento me llovería algo mejor que dinero o comida .

Para mala suerte mía , esa noche el cielo no se parecía a ningún banco ni supermercado conocido , Se había convertido inútilmente en un papel negro con escarcha plateada roseada por un niño .
Un niño con la barriga llena . Un niño mimado que viaja mucho . Un niño con una vida privilegiada . Sí , un niño . Imposible de confundirlo con un avión...

Esa noche me resigne a pensar en el cielo como fuente de milagros, y decidí esperar que la tierra se lo tragara .

martes, 8 de junio de 2010

Dicen que cuando nació…

Sumergió su rostro
Con los pómulos quemados
Del holocausto cubano
En la arena mojada
Luego de ser apedreado
Un silencio penetró la isla

¿Qué haces Silvio?
Le grite en lejanía

Se estiró los pies descalzos
Desempolvo su guitarra
Con voz pausada lamió la luna
Y me cantó una salsa
Con una sonrisa de guitarra
Cual relámpago costero

Oh! Qué sonrisa
Oh! Qué relámpago.

Caterina sobre mis hombros a las diez

Caterina juega a las escondidas con los arcángeles
Ellos se encojen entre los arbustos
Ella cuenta hasta tres
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Silencio en la sala
Ellos responden sus celulares
Ella prepara galletitas y prende un cirio
Cinco
Seis
Siete
Oscuridad en el bosque
Ella mira a los ojos con ganas de besar
Ellos se elevan al cielo mientras patean su rostro
Ocho
Nueve
Ella giña un ojo derecho,
Amoratada,
Yo coloco rápidamente mi candil a la izquierda de su meza
Y con una lentitud inescrupulosa digo Diez en su ojo morado

Mi niña juega a tocar el cielo sobre mí
Radiante. Hermosa. Aprehendida de mi cuello
A la cuenta de diez.

jueves, 3 de junio de 2010

El lugar del que nunca se apaga la luz

Quedan vestigios de lo que alguna vez fue mi lecho
en un oasis sumergido en una leyenda aún sin contar
puerta de esperanza que se opaca cuando la luna aclara
y mis ojos descansan

Bienvenida

Hoy regrese al anillo del horizonte donde fui creado
de nuevo volví a mi madre caótica entre ramos y querubines
de nuevo volví a destruirla
y de nuevo volví a escapar
hoy regrese a mi hogar

Verde Perpetuado


Mi madre se despertaba a primera hora de la mañana, tambaleando por la escalera, somnolienta y legañosa. Se dirigía hacia la tetera aún vacía, café en potencia. Le encantaba regocijarse en la cocina con el cielo oscuro de la madrugada, esperando que mi padre baje para lanzarle emocionada una sonrisa partida por el sueño y un vaso de café perpetuado. En el caso en que mi padre se demorase, mi madre se echaba con los pies estirados en el sofá de la sala sumergiendo la mirada en la taza ennegrecida que se enfriaba poco a poco, era su forma de descansar, divertirse y liberarse. Liberarse sin perder el tiempo.


– ¿Se puede saber qué haces, Liliana? – el unísono coreaba el pisotear de mi padre al bajar por la escalera. Liliana se quedó en silencio rezagada en el sofá de la sala.


El silencio incómodo de la no respuesta se propagaba por la sala. Ni las miradas ni las palabras se integraron en esos 10 minutos rutinarios de desayuno apresurado, creo que mi padre comenzaba a desesperarse de la indiferencia de mi madre. Estaba contra el reloj (y contra el sueño, ya que ella no le entregaba la taza de café que había preparado para él, mientras que los minutos seguían corriendo). Recurrió a sentarse a su costado a buscar la mirada perdida de su esposa mientras acariciaba sus piernas junto al sofá. Falló. Esta vez, su esposa no dejaría de desvanecerse ante el café desbordantemente negro, y ahora frío que sostenía desganada.


– ¿Ha pasado algo? ¿Por qué estas así?


La escena se repitió un par de veces más en los siguientes minutos. Luego mi padre revisó su muñequera, eran las 6:30, tenía solo 30 minutos para correr a la cochera, manejar el carro hasta el centro, subir al 5to piso de un edificio asqueroso y entrar a su oficina. No tenía tiempo para tonterías, por eso usó unas cuantas frases de compromiso, de esas que los adultos usan para desligarse de las cosas rápidamente, y emprendió la marcha hacia la cochera. Corrió en línea recta por la avenida durante 15 minutos, hasta desembocar en el centro de la ciudad. Allí los semáforos y los peatones se encargarían de multiplicar los 15 minutos restantes en una eternidad de claxonazos e injurias al aire. Sus manos movían el timón vertiginosamente, el carro guardaba un aire de amargura, recordó que estaba apurado, refunfuñó un poquito, “Liliana debió darme ese café” pensó, y siguió manejando hasta cuadrar el carro al frente de un edificio realmente asqueroso.


A partir de ese día mi madre comenzó a descuidar la delicada armonía que guardaba la casa. Ese perfecto equilibrio de orden, limpieza y comida con la que yo y mi padre estábamos tan acostumbrados a convivir. Ahora, ella se quedaba largas horas tejiendo y destejiendo su cabello con el dedo índice en vez de atender las necesidades del hogar. Entonces comenzaron a aparecer insectos rarísimos en la casa; primero parecía, que era la comida de la cocina en proceso de putrefacción la que atraía una superpoblación de mosquitos; pero luego me percaté que estos insectos eran una especie rarísima de mosquitos verdes metálico, que al parecer no les gustaba la comida podrida de la cocina. Los primeros días me llamaron mucho la atención, hasta llamé a mi padre a su oficina una tarde para informarle de la gran aparición, pero su indiferencia y el mismo tiempo, hicieron que perdiera mi emoción en esos curiosos insectitos. A diferencia de mi madre. No sé qué tanto le atraían esos pequeños seres verdosos y “zumbeantes”, yo creo que no son tan interesantes como para acaparar toda una mañana entera observándolos, pero para ella sí. Se quedaba largas horas viéndolos echada en el sofá de la sala, con el pelo ensortijado echado hacia atrás y la mente concentrada en algo que nadie podía saber con claridad. En las mañanas, cuando mi padre bajaba apresurado con la afeitadora en una mano y la corbata en la otra, él se limitaba a saludarla con un – buenos días Liliana – sin la esperanza o el interés de conseguir un café acompañado de la sonrisa de su esposa. Luego de esa pequeña excepción de ruido, el resto del día se volvería una menuda combinación de silencio con zumbidos verdosos.
Este silencio sepultorio se consolidaba al estar cubierto por la suciedad que estaba en cada rincón de la sala y resguardada, al parecer por mi madre. Yo por mi lado, era fiel con mi alcoba: me encerraba a leer, dormir y ver televisión, solo salía para ir al baño; cuando lo hacía, notaba que había un aspecto ocre polvoriento y descuidado en el pasadizo que daba la subida de la escalera; más allá, en el primer piso se veían los grandes enjambres de mosquitos que se dedicaban a volar por todo el perímetro de la casa (y creo también, a ser observados por mi madre); y al fondo echada en el sofá, menos visible se notaba la silueta de ella con una taza de café arenosa en las manos, se veía muy despeinada, algo pensativa. Entonces, yo regresaba hasta mi cuarto junto a una intencional y estrepitosa marcha, pisando de par en par, muy fuerte, a ver si lograba espantar alguno de los insectos del primero piso.


En las noches, antes de dormirme, se escuchaban un murmullo sin forma, frases perdidas en la lejanía del pasadizo. Resaltaba en el silencio de la oscuridad, como la sombra de un mosquito verde en mi cuarto luego de haber apagado la luz. Antes pasaba ocasionalmente, pero luego comenzó a ser constante. Así que un día, luego de dar las suficientes vueltas en mi cama y prever todas las posibilidades de cosas malas que podían pasar si me paraba y perseguía la vocecilla, decidí dejar de ignorarla.


Me levanté de un golpe con los pies descalzos en el piso de madera rechinante. Prendí el foco de mi cuarto, y me sentí ligeramente aliviado al ver todo en orden. Pero la bulla seguía constante, así que revisé en mi ropero y debajo de mi cama. PUM. Ninguna especie de alma en pena u otra cosa que temer. Solo la tenaz constancia de esa bulla entrecortada que se oía al otro lado de mi puerta. Parecía que nunca terminaban de murmullar, eso me impedía el sueño y me atormentaba lentamente. “Si apago la luz y me echo, no podré dormir. Si apago la luz y me echo, no podré dormir. Si apago la luz y me echo, no podré dormir. Ni hoy, ni mañana, ni pasado”. Ya estaba a la mitad de camino, así que luego de empuñar mis manos y aspirar un gran cúmulo de aire, abrí la puerta. Entonces, millares de mosquitos verde metálico se abalanzaron contra mí, todos al mismo tiempo en línea recta introduciéndose a mi cuarto mientras que yo tiraba un grito aterrorizado; pero ellos, acto seguido, se metieron a mi boca para formar una fina capa verde que me impedía emitir sonido alguno, Me tiré al suelo a retorcerme mientras que los mosquitos entraban por debajo de mi cama, al ropero, dentro de los zapatos, en los cajones, en la funda de las almohadas. Yo en el piso lloraba con todos los insectos encima de mí mientras que intentaba matarlos agitando mis manos con movimientos de niño indefenso, pero era imposible, eran demasiados y precisamente, era un niño indefenso. Así que gateé hasta salir del cuarto invadido. Cuando logré salir por completo, con la pierna en el piso cerré la puerta para impedir que esas nubes verde metálico zigzagueen hacia mí.


Corrí recto por el pasadizo despejado de mosquitos al cuarto de mis padres (donde ahora solo estaba mi papá porque mi madre seguramente estaba en algún rincón de la galaxia que no era aquí, pero eso sí, muy muy lejos), salté encima de la cama, y agitando el cuerpo dormido comencé a gritar – ¡papá, papá, papá, insectos, insectos, verdes, verdes! – él se despertaba lentamente aún adormilado sin sorpresa de que yo esté encima suyo. Y sin completar su proceso de avivamiento dijo entre dormido y somnoliento que me vaya a dormir de nuevo, que las pesadillas no son de verdad; que no hay que temer, todo está bien. Yo lo agitaba más fuerte con desesperación mientras que le repetía – ¡papá, papá, insectos, insectos, muchos! – Y él, abrazando su almohada e inclinándose hacia el lado contrario de la cama, me intentaba decir mientras se quedaba en silencio de nuevo – hijo, hijo, duerme, duerme, duerme mucho –.
Me retiré del cuarto decepcionado con la cabeza mirando la nada, como si no creyese lo que acabara de pasar en los últimos 10 minutos. Me senté en el piso apoyando la espalda contra la pared fría y comencé a pensar; llamar a mis abuelos, buscar un policía, regresar a intentarlo con mi padre. Todas las opciones cuando las pensaba se sentían imposibles, hasta que recordé a mi madre, la que había estado perdida en la galaxia de la sala desde hace varias semanas. Me paré con mis pies que seguían descalzos y corrí de nuevo, pero esta vez diferente. Me sentía bien de aún haber tenido una madre, a solo un piso de distancia, yo la abrazaría y ella saldría de su mirada perdida, soltaría su café arenoso y me lanzaría una sonrisa esperanzadora. Me apretaría contra ella y me llenaría de besos maternos; y sin soltarme, nos armaríamos juntos de valor para desalojar a todos esos insectos verdes que habían infestado la casa en su ausencia.
Bajé emocionadísimo, saltando como un niño que dejaba de estar desamparado para sentirse seguro. Era un ser feliz en potencia. Llegué al primer piso que estaba repleto de polvo, muebles apolillados y telas de arañas en cada rincón; en el sofá, precisamente conjunto a este paisaje, estaba mi madre descalza y con el cabello despeinado de tanto ensortijárselo, con muchas ojeras y con una mirada apaciguante al mirarme bajar. Corrí para abrazarla, pero en ese mismísimo instante la noche se despedía por la ventana, para que el cielo legañoso de la madrugada tomara su lugar de trabajo. Mi madre se paró un momento como para recibirme el abrazo y automáticamente se volcó contra el sofá. De repente un mosquito verde desolado bajo zigzagueando desde la escalera y voló hasta el oído de mi madre. Murmuraron un rato esas cosas que los adultos esconden y que los niños nunca llegan a entender, y en un rato más el mosquito comenzó a crecer, y a crecer, y a crecer. Sus ojos saltones y su nariz chupasangre dejaban su color insecto a medida que se agrandaban. Crecer, y crecer, y crecer. Sus alas se acomodaron apretadas en su espalda, mientras esta se erguía. Crecer, y crecer, y crecer. Sus piernas se estiraban hasta tocar el piso, luego de tambalearse un poco podían pararse sin caerse en el sofá. Crecer, y crecer, y crecer. Así el mosquito alcanzó el tamaño de un adulto esbelto. Y sin proseguir con una explicación, me dijo con una voz tranquila mirándome con sus ojos cuadriculados que no había dormido bien, que podía ir a dormir en ese momento, que no tendría que ir al colegio hoy día si fuese necesario. Entonces me acompañó a mi cuarto, me cerró las cortinas que daban sus primeros rayos de alborada, y tras unas cuantas caricias en mi espalda, el insecto me dejó durmiendo en mi alcoba, en la que curiosamente, ya no había ninguna multitud de mosquitos verdes.


Esa mañana me acosté tranquilo, con una felicidad perpetuada. Con la imagen del mosquito gigante acostándome, mientras que mi madre zumbaba en un rincón polvoriento de la sala. Rezagada, resquebrajada, como un insecto rarísimo.

miércoles, 2 de junio de 2010


"Quién dijo que todo está perdido. Yo, vengo a ofrecer mi corazón"

Frase que cantaron a coro Fito Paez, Mercedes Soza y Victor Heredia en un concierto... construyendo el sueño de Guayasamin.

El cartero silencioso

Me gusta doblar cartas
Cepillar mis yemas
Y convertirlas en pinzas
Así, con una picardía inexplicable
Ver como se entremeten en las letras
Hasta bordar un sello ilegible
Que sombrea la cicatriz de la hoja
Donde tras la huella de un simple doblaje
Lejos
En un cuchitril
Aguardan los vicios.

Estruendo nocturno


Un coche cruza la avenida pardo a las nueve de la noche
Cuando Lima era Paris
Cuando la pista, un arcoíris
Y la luna estaba mojada
En la calle desaparecen los violadores y los infelices
Solo quedamos los borrachos
Partidos en menos de la mitad
Extraviados en un fugitivo instante
Lleno de
Arboles pasamanos y faroles