– ¿Se puede saber qué haces, Liliana? – el unísono coreaba el pisotear de mi padre al bajar por la escalera. Liliana se quedó en silencio rezagada en el sofá de la sala.
El silencio incómodo de la no respuesta se propagaba por la sala. Ni las miradas ni las palabras se integraron en esos 10 minutos rutinarios de desayuno apresurado, creo que mi padre comenzaba a desesperarse de la indiferencia de mi madre. Estaba contra el reloj (y contra el sueño, ya que ella no le entregaba la taza de café que había preparado para él, mientras que los minutos seguían corriendo). Recurrió a sentarse a su costado a buscar la mirada perdida de su esposa mientras acariciaba sus piernas junto al sofá. Falló. Esta vez, su esposa no dejaría de desvanecerse ante el café desbordantemente negro, y ahora frío que sostenía desganada.
– ¿Ha pasado algo? ¿Por qué estas así?
La escena se repitió un par de veces más en los siguientes minutos. Luego mi padre revisó su muñequera, eran las 6:30, tenía solo 30 minutos para correr a la cochera, manejar el carro hasta el centro, subir al 5to piso de un edificio asqueroso y entrar a su oficina. No tenía tiempo para tonterías, por eso usó unas cuantas frases de compromiso, de esas que los adultos usan para desligarse de las cosas rápidamente, y emprendió la marcha hacia la cochera. Corrió en línea recta por la avenida durante 15 minutos, hasta desembocar en el centro de la ciudad. Allí los semáforos y los peatones se encargarían de multiplicar los 15 minutos restantes en una eternidad de claxonazos e injurias al aire. Sus manos movían el timón vertiginosamente, el carro guardaba un aire de amargura, recordó que estaba apurado, refunfuñó un poquito, “Liliana debió darme ese café” pensó, y siguió manejando hasta cuadrar el carro al frente de un edificio realmente asqueroso.
A partir de ese día mi madre comenzó a descuidar la delicada armonía que guardaba la casa. Ese perfecto equilibrio de orden, limpieza y comida con la que yo y mi padre estábamos tan acostumbrados a convivir. Ahora, ella se quedaba largas horas tejiendo y destejiendo su cabello con el dedo índice en vez de atender las necesidades del hogar. Entonces comenzaron a aparecer insectos rarísimos en la casa; primero parecía, que era la comida de la cocina en proceso de putrefacción la que atraía una superpoblación de mosquitos; pero luego me percaté que estos insectos eran una especie rarísima de mosquitos verdes metálico, que al parecer no les gustaba la comida podrida de la cocina. Los primeros días me llamaron mucho la atención, hasta llamé a mi padre a su oficina una tarde para informarle de la gran aparición, pero su indiferencia y el mismo tiempo, hicieron que perdiera mi emoción en esos curiosos insectitos. A diferencia de mi madre. No sé qué tanto le atraían esos pequeños seres verdosos y “zumbeantes”, yo creo que no son tan interesantes como para acaparar toda una mañana entera observándolos, pero para ella sí. Se quedaba largas horas viéndolos echada en el sofá de la sala, con el pelo ensortijado echado hacia atrás y la mente concentrada en algo que nadie podía saber con claridad. En las mañanas, cuando mi padre bajaba apresurado con la afeitadora en una mano y la corbata en la otra, él se limitaba a saludarla con un – buenos días Liliana – sin la esperanza o el interés de conseguir un café acompañado de la sonrisa de su esposa. Luego de esa pequeña excepción de ruido, el resto del día se volvería una menuda combinación de silencio con zumbidos verdosos.
Este silencio sepultorio se consolidaba al estar cubierto por la suciedad que estaba en cada rincón de la sala y resguardada, al parecer por mi madre. Yo por mi lado, era fiel con mi alcoba: me encerraba a leer, dormir y ver televisión, solo salía para ir al baño; cuando lo hacía, notaba que había un aspecto ocre polvoriento y descuidado en el pasadizo que daba la subida de la escalera; más allá, en el primer piso se veían los grandes enjambres de mosquitos que se dedicaban a volar por todo el perímetro de la casa (y creo también, a ser observados por mi madre); y al fondo echada en el sofá, menos visible se notaba la silueta de ella con una taza de café arenosa en las manos, se veía muy despeinada, algo pensativa. Entonces, yo regresaba hasta mi cuarto junto a una intencional y estrepitosa marcha, pisando de par en par, muy fuerte, a ver si lograba espantar alguno de los insectos del primero piso.
En las noches, antes de dormirme, se escuchaban un murmullo sin forma, frases perdidas en la lejanía del pasadizo. Resaltaba en el silencio de la oscuridad, como la sombra de un mosquito verde en mi cuarto luego de haber apagado la luz. Antes pasaba ocasionalmente, pero luego comenzó a ser constante. Así que un día, luego de dar las suficientes vueltas en mi cama y prever todas las posibilidades de cosas malas que podían pasar si me paraba y perseguía la vocecilla, decidí dejar de ignorarla.
Me levanté de un golpe con los pies descalzos en el piso de madera rechinante. Prendí el foco de mi cuarto, y me sentí ligeramente aliviado al ver todo en orden. Pero la bulla seguía constante, así que revisé en mi ropero y debajo de mi cama. PUM. Ninguna especie de alma en pena u otra cosa que temer. Solo la tenaz constancia de esa bulla entrecortada que se oía al otro lado de mi puerta. Parecía que nunca terminaban de murmullar, eso me impedía el sueño y me atormentaba lentamente. “Si apago la luz y me echo, no podré dormir. Si apago la luz y me echo, no podré dormir. Si apago la luz y me echo, no podré dormir. Ni hoy, ni mañana, ni pasado”. Ya estaba a la mitad de camino, así que luego de empuñar mis manos y aspirar un gran cúmulo de aire, abrí la puerta. Entonces, millares de mosquitos verde metálico se abalanzaron contra mí, todos al mismo tiempo en línea recta introduciéndose a mi cuarto mientras que yo tiraba un grito aterrorizado; pero ellos, acto seguido, se metieron a mi boca para formar una fina capa verde que me impedía emitir sonido alguno, Me tiré al suelo a retorcerme mientras que los mosquitos entraban por debajo de mi cama, al ropero, dentro de los zapatos, en los cajones, en la funda de las almohadas. Yo en el piso lloraba con todos los insectos encima de mí mientras que intentaba matarlos agitando mis manos con movimientos de niño indefenso, pero era imposible, eran demasiados y precisamente, era un niño indefenso. Así que gateé hasta salir del cuarto invadido. Cuando logré salir por completo, con la pierna en el piso cerré la puerta para impedir que esas nubes verde metálico zigzagueen hacia mí.
Corrí recto por el pasadizo despejado de mosquitos al cuarto de mis padres (donde ahora solo estaba mi papá porque mi madre seguramente estaba en algún rincón de la galaxia que no era aquí, pero eso sí, muy muy lejos), salté encima de la cama, y agitando el cuerpo dormido comencé a gritar – ¡papá, papá, papá, insectos, insectos, verdes, verdes! – él se despertaba lentamente aún adormilado sin sorpresa de que yo esté encima suyo. Y sin completar su proceso de avivamiento dijo entre dormido y somnoliento que me vaya a dormir de nuevo, que las pesadillas no son de verdad; que no hay que temer, todo está bien. Yo lo agitaba más fuerte con desesperación mientras que le repetía – ¡papá, papá, insectos, insectos, muchos! – Y él, abrazando su almohada e inclinándose hacia el lado contrario de la cama, me intentaba decir mientras se quedaba en silencio de nuevo – hijo, hijo, duerme, duerme, duerme mucho –.
Me retiré del cuarto decepcionado con la cabeza mirando la nada, como si no creyese lo que acabara de pasar en los últimos 10 minutos. Me senté en el piso apoyando la espalda contra la pared fría y comencé a pensar; llamar a mis abuelos, buscar un policía, regresar a intentarlo con mi padre. Todas las opciones cuando las pensaba se sentían imposibles, hasta que recordé a mi madre, la que había estado perdida en la galaxia de la sala desde hace varias semanas. Me paré con mis pies que seguían descalzos y corrí de nuevo, pero esta vez diferente. Me sentía bien de aún haber tenido una madre, a solo un piso de distancia, yo la abrazaría y ella saldría de su mirada perdida, soltaría su café arenoso y me lanzaría una sonrisa esperanzadora. Me apretaría contra ella y me llenaría de besos maternos; y sin soltarme, nos armaríamos juntos de valor para desalojar a todos esos insectos verdes que habían infestado la casa en su ausencia.
Bajé emocionadísimo, saltando como un niño que dejaba de estar desamparado para sentirse seguro. Era un ser feliz en potencia. Llegué al primer piso que estaba repleto de polvo, muebles apolillados y telas de arañas en cada rincón; en el sofá, precisamente conjunto a este paisaje, estaba mi madre descalza y con el cabello despeinado de tanto ensortijárselo, con muchas ojeras y con una mirada apaciguante al mirarme bajar. Corrí para abrazarla, pero en ese mismísimo instante la noche se despedía por la ventana, para que el cielo legañoso de la madrugada tomara su lugar de trabajo. Mi madre se paró un momento como para recibirme el abrazo y automáticamente se volcó contra el sofá. De repente un mosquito verde desolado bajo zigzagueando desde la escalera y voló hasta el oído de mi madre. Murmuraron un rato esas cosas que los adultos esconden y que los niños nunca llegan a entender, y en un rato más el mosquito comenzó a crecer, y a crecer, y a crecer. Sus ojos saltones y su nariz chupasangre dejaban su color insecto a medida que se agrandaban. Crecer, y crecer, y crecer. Sus alas se acomodaron apretadas en su espalda, mientras esta se erguía. Crecer, y crecer, y crecer. Sus piernas se estiraban hasta tocar el piso, luego de tambalearse un poco podían pararse sin caerse en el sofá. Crecer, y crecer, y crecer. Así el mosquito alcanzó el tamaño de un adulto esbelto. Y sin proseguir con una explicación, me dijo con una voz tranquila mirándome con sus ojos cuadriculados que no había dormido bien, que podía ir a dormir en ese momento, que no tendría que ir al colegio hoy día si fuese necesario. Entonces me acompañó a mi cuarto, me cerró las cortinas que daban sus primeros rayos de alborada, y tras unas cuantas caricias en mi espalda, el insecto me dejó durmiendo en mi alcoba, en la que curiosamente, ya no había ninguna multitud de mosquitos verdes.
Esa mañana me acosté tranquilo, con una felicidad perpetuada. Con la imagen del mosquito gigante acostándome, mientras que mi madre zumbaba en un rincón polvoriento de la sala. Rezagada, resquebrajada, como un insecto rarísimo.