Alicia se recuesta en el sofá. Busca un refugio al trajín diario de vivir en la ciudad capitalina. Se rasca la nariz, se frota las yemas y cierra los ojos. Ahí, sueña que acomoda su almohada. Que cierra la boca para dejar de roncar, pero no puede, ya está dormida. De pronto, un hilo transparente empieza a descoserse de su dentadura, por donde se filtra ligera una nueva Alicia desde su boca abierta. Un nuevo personaje humeante y pálido se sobrepone por encima del sofá. Se eleva pausada traspasando el techo de la casa, alejándose progresivamente sin que medie ningún control alguno de sí misma. Flota por el cielo. Flota por el continente. Flota por toda la galaxia. Los astros transitan secuencialmente a la altura de sus manos como en un banquete infinito de planetas, meteoros y satélites. Ella franquea por constelaciones que nunca nadie se había imaginado, viendo todo el universo a una progresión minimalista, como si frente a su nariz, un carnaval de escarcha, visto desde el cielo, se sobrepusiese al vacío ancho y azabache. Hasta que se recrea un silencio salvaje que detiene la marcha de golpe. Alicia deja de alejarse. Entonces, una sensación de desconformismo curioso la invade, y piensa “¿Dios habrá estado aquí alguna vez? No hay nada más”. Nadie la refuta en la frívola bastedad del universo ficcional que tiene enfrente, ahora, estático como una maqueta o una hoja de libro infantil a relieve. Para reforzar su conjetura, y sin ningún criterio especial de delimitación, decide estirar sus manos hacia las dos esquinas izquierdas del universo. Cepilla sus yemas, y con un movimiento agresivo dobla el encuadre hasta crear un cuadernillo plano, el cual tiene la cara frontal totalmente blanca (como la parte inferior del universo) y el resto de hojas con un fondo estrellado oscuro. “ves que soy por lo menos Dios” se ríe Alicia para sí misma. Pareciese que se lo está diciendo al universo vuelto papel (o en todo caso a los habitantes del universo). Es sólo un papel sencillo y corto, con millones de paisajes estelares casi imperceptibles, víctima de la vanidad infantil del personaje. Ahora, por ejemplo, ha cogido un lapicero negro, y en la caratula que se acaba de crear como contratapa empieza a garabatear líneas. Escribir un cuento. Una historia de ficción a la inversa del universo. Traza cada letra con mucha seguridad, olvidando que en algún momento el bullicio de su madre al bañarse, un timbre incesante, o los mismos rayos de alborada que se filtran por la ventana hasta el sofá, descuartizarán cada línea escrita.
domingo, 7 de noviembre de 2010
Sueño
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