
El reloj del joven Don Vittorio le muestra un minutero que al parecer pasará una eternidad más de golpecitos en el mármol antes que salga de la ronda de las doce y treinta. “estamos estancados”, le dice al pequeño aparato con algo de tristeza. Luego, levanta la mirada para mirar el pasadizo de mesitas. No es el único espectador; hay un viejo adormilado con un libro en su mano recostado en un poyo sólo a un par de metros de él; un vagabundo barbón echado cruzando, que solo se hace presente para pedir dinero cuando pasa alguien; y tampoco olvidemos a la señora del ceño fruncido que reparte (mejor dicho, alquila) las fichas que se usan para las partidas de ajedrez en ese lugar. “No soy el único espectador” se repite a sí mismo en voz baja, orgulloso. En ese mismísimo momento, el viejo del poyo se levanta, y tras un proceso corto de estiramiento de brazos, se para al costado de Vittorio para observar las contiendas de la docena de personas que se aglutinaban. Mientras, sus ojos se resbalan por debajo de su hombro, sutilmente, mirándolo como tanteando ser percibido de casualidad.
Don Vittorio es muy joven, y no sabe comportarse con la cortesía protocolar que, por ejemplo, ahora está obligado a demostrar. Así que se limitará a ignorarlo con un plus de exageración torpe, típica de la gente desesperada. Gente a la que se le para el corazón por los hecho más nimios que se les presentan y no tienen la madurez ni capacidad discrecional parar inmutarse, o (como es en este caso) responder con sensatez. El joven enternado procurará moverse en lo más mínimo, pero comienza a sudar mucho y con movimientos silenciosos y acrobáticos tiene la necesidad de usar nuevamente su pañuelo, con delicadeza, sin que el viejo parado a medio metro suyo se percate. Yo los veo ahí. Él, muriéndose de miedo, tan chistoso con un reloj que por alguna extraña razón demora una eternidad de minutos cada minuto, con un pañuelo engrasado de tanto raspar su frente y un terno que le queda gigante, creyendo que nadie se percata de su presencia y de sus intenciones; mientras que el viejo frota su boca con la mano derecha para ocultar su risa silenciosa, y hasta ahora anónima.
A través de los pasillos, de las mesas, de sus manos yo los veo a todos preparando campañas militares afilando pedacitos de plástico con los dientes, encogiendo los ojos y mirándose con un odio infinito. Pero no es un juego ni una batalla, es un rito que los consume lentamente. Borges lo dijo. Aún cuando los jugadores se hayan ido no cesará. El pobre de Vittorio ya comenzó a sonreírle al viejo. Y como si estuviesen viendo el universo por una pantalla gigante se divierten silenciosamente mientras repasan las partidas que se juegan en todo el pasadizo. El silencio entonces empieza a sonar como un sonido oblicuo, y los hombres se vuelven más prisioneros con cada segundo que recorren sus respectivos juegos. La noche pasa lenta, y las gotas de sudor se toman un tiempo para escurrirse por los ojos semicerrados de cada jugador.
El viejo, ojeroso aún, se empina exageradamente al costado del joven, y al ritmo del minutero de Don Vittorio comienza a saludarlo: B…u…e…n…a…s… N…o…c…h…e…s… y por más que siente que cada frase suya es cordial y previsiva, percibe como las gotas de sudor de su frente se escurren por sus ojos semicerrados lentamente, y tiembla su cuerpo de miedo. Don Vittorio sentirá que el pañuelo que ha ido refregando sus manos y su frente absorbiendo todo el sudor posible empieza a lamer su pecho traspasando el bolsillo frontal de su terno, y a su vez que a la correa del reloj le crecen un dientecillos que muerden su muñeca con recelo en el preciso momento en el que el viejo (2do, último y misterioso personaje de esta pequeña narración) interrumpe su sonrisa y sus cordiales intervenciones en la escena (perfectamente situadas en el contexto, por cierto) para mirarlo fijamente y ofrecerle una simple partida al joven aprendiz de ajedrez, que ya comienza a oler a podrido.
A esta altura del cuento, el lector se preguntará cómo en un acto continuo, el personaje principal fue víctima no solo de un ataque de sudor exagerado, típico de adolescentes temerarios en circunstancias de peligro, sino que, en el mismo momento, fue mordido por su reloj y lamido por su pañuelo. Y por alguna mescolanza peculiar de su metabolismo con estos tres aspectos circunstanciales, crearon un olor fétido, precisando a podrido. Ante esto se podrán contrarrestar muchas especulaciones posibles para haber llegado hasta ese punto, que resumiéndolas recaerán en la falta de conocimiento y madurez del joven Don Vittorio.
El reloj muerde el hueso que sobresale en la parte exterior de la muñeca de Vittorio, y espera que su dueño lo mire. Esta alertándolo. Está intentando sacudir su brazo, pero los relojes, lamentablemente, nunca se hicieron con una finalidad diferente a la de dar la hora. Y en todo caso, si así lo fuese, nuestro personaje no se creó con una finalidad diferente a la de ser ajeno a las cosas que lo rodean. P…e…l…i…g…r…o… percibe la testaruda cabeza del joven don Vittorio p…e…l...i...g...r…o... Y como un auto reflejo de ingenua furia, estruja su mano izquierda con la tela de su bolsillo hasta dar la sensación que lo ahoga en otro mundo. Otra dimensión tal vez, no olvidemos que este pequeño homicidios se ha realizado sin presencia mía, y por ende pocos detalles se al respecto.
Se repite la pálida invitación del viejo. “¿te gustaría jugar un partido, muchacho?”. El joven Don Vittorio planeará quedarse en silencio, dubitativo, intentar descifrar las alertas que se le han dado a lo largo del relato mientras que transcurre el tiempo callado en el pasadizo. “yo ya tengo fichas, ya todo está en orden” y señala una mesita de mármol, efectivamente con fichas ya ordenadas para convencerlo. De repente, como si una estrella fugaz perforase su cabeza, recordará sus constantemente insultadas menciones a través del cuento. Que en los silencios, se escuchaba una voz pedante y fanfarroneante que habla a través de las paredes del pasadizo burlándose de él y transformando cada una de sus acciones en ingenuos, testarudos o hasta podridos comportamientos de un pelele.
Así, intentando prevenir mis constantes intervenciones, el joven, ingenuo, testarudo, y pestilente Don Vittorio. Ignorando mis alertas, sabiendo por supuesto que yo dirigí, yo hice que tenga un reloj, que sude y que se limpie con su pañuelo, que lo lama por encima de su terno, que lo alerten, que me escuche entre silabas…. Sonrió, y con la mano izquierda enterrada en su bolsillo, estrujó la derecha con firmeza hacia un viejo misterioso en señal de convicción.
—“Con mucho gusto… Don…”
— “B…o…r…g…e…s… Jorge Luis Borges”— se acomodan frente a frente en el coliseo de mármol.
— “Mucho gusto, Don Jorge Luis Borges, yo soy…”— ya no había necesidad. La primera ficha blanca avanza dos casillas al frente hacia una casilla blanca.
Empieza un silencio largo, acompañado del ya conocido sonido oblicuo. Acto seguido, extiendo el brazo tembloroso (con algo de venganza para ser honesto) para coger la cabeza blanca (y ahora enloquecida) del joven don Vittorio y la adelanto dos casillas también, hacia donde la llanura pálida de la hoja inferior y éste muestran un contraste casi imperceptible. Dentro de ella, está tamborileándose levemente la ficha plastificada con el alma de nuestro testarudo personaje, esperando su siguiente movimiento, acechando al enemigo con la furia e ingenuidad que lo caracteriza. Cualquier sujeto diría que no hay nada ahí, que el alma petrificada del joven no se recuesta debajo de esta ficción, que blanco sobre blanco no es nada. Al menos, cualquier sujeto que nunca haya hecho una lectura básica del ajedrez.
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